Era el año 2008, todavía vivía en Buenos Aires, y estaba cursando el segundo año de la secundaria técnica, en la que también estudiaban mis hermanos. Comenzaba un noviembre caluroso y se acercaba el cumpleaños de Fabricio. El día anterior le preguntó a mi mamá si podía invitar algunos compañeros para hacer un mini festejo.
¿Cuantos van a venir? – le preguntó mamá.
4 o 5, no más que eso – le contestó mi hermano.
Ese día salía a las 3 de la tarde, igual que Fabricio. Mamá nos quería ir a buscar (como siempre hacía), pero no entrábamos tantos en la camioneta. Habíamos acordado, la noche anterior, que nos íbamos a ir en ómnibus. Salí de la escuela esperando encontrarme con Fabricio y sus cinco amigos, pero había diez chicos más. Si, quince compañeros y amigos de Fabricio habían decidido ir a casa a festejar su cumpleaños. Llegamos a la parada de buses, previa manteada, y tomamos el primero. Hasta ahí el viaje había resultado bastante normal.
Llegamos a la estación y empezamos a esperar el segundo bus, el que nos dejaría a unas tres cuadras de casa. Después de esperar dos minutos (literalmente), se les fue la paciencia. Además no querían pagar el boleto del bus, excusándose con que no tenían dinero. Propusieron la idea de ir caminando, pero Fabricio y yo nos opusimos completamente. Estábamos a unas 15 cuadras de casa, pero de esas cuadras de campo (que son mucho más largas). No quisieron escucharnos, y empezaron a caminar.
Hicieron una cuadra (les juro que fue solo una cuadra), quejándose de que hacía calor, y que habían caminado mucho (¡Exagerados! ¡Fue solo una cuadra!). Empezaron a anhelar estar dentro del ómnibus, y a arrepentirse de haber elegido la opción de ir caminando. Escuché que uno proponía hacer autostop (o dedo, como decimos en Argentina), pero seguí caminando y omití ese comentario (¿Yo? ¿Haciendo autostop? ¿Con todo lo negativo que me habían contado acerca del autostop personas que ni siquiera lo habían hecho?).
Y frena una camioneta adelante mío. Los muy desgraciados habían levantado el pulgar sin mi consentimiento, con la suerte de que el primer vehículo que pasó, frenó. Salieron todos corriendo y subieron. Yo en ese momento estaba atónita. No quería subirme a la camioneta de un desconocido con quince varones más.
Fabricio, no voy a subirme a esa camioneta – le digo, un poco enojada.
¿Qué vas a irte sola caminando? – me dice serio.
Ilusamente creí que él iba a venir conmigo, pero se negaba a acompañarme y, si decidía no subir, tendría que irme sola caminando. Sin ganas de hacerlo, entre a la caja de la camioneta, y empezamos a avanzar. Me tranquilizaba la idea de viajar con tantos chicos, y hasta llegué a plantearme la posibilidad de que, si algo llegaba a ocurrir, alguno de los tantos que viajaban conmigo iba a defenderme.
Avanzamos las cuadras a una velocidad que me pareció interminable. Cuando ya nos estábamos acercando, empezamos a gritar para avisarle al chofer que frene y nos deje bajar (a ninguno se le había ocurrido ir en la cabina), y no nos escuchaba. Incluso mientras pasábamos por un lomo de burro, le insistimos a uno de los chicos que salte de la camioneta, aprovechando la baja velocidad, y le avise. Pero nadie se animó, y se nos ocurrió empezar a golpear las paredes y techo de la caja. Después un largo tiempo golpeando, el chofer estacionó la camioneta y nos dejó bajar.
Creí que había pasado la parte más bizarra del viaje, hasta que vi que entre todos los chicos juntaron dinero y le pagaron al chofer 30 pesos (que en ese momento eran unos 6 dólares). ¡Treinta pesos por 15 cuadras! ¿Acaso el autostop no era gratis? ¡Un rato antes no habían querido pagar el boleto del bus que estaba 10 centavos, y le pagaron treinta pesos por quince cuadras!
Y si lo peor no había pasado, en ese momento llegó mi mamá con la camioneta y empezó a retarme por haberme subido junto a quince varones más en la camioneta de un desconocido.
Yo no quería subirme, Fabricio no me quiso acompañar… – le digo, y justo en ese momento un amigo de mi hermano grita:
“¡No! ¡Me olvidé la mochila arriba de la camioneta!”
Empezamos a seguir a la camioneta, cual película de suspenso. Le hacíamos luces, le tocábamos bocina, y nada. En ese momento empecé a plantearme la idea de que el chofer no escuchaba muy bien (o que los frenos no le funcionaban). Justo paró para cerrar las puertas traseras de la camioneta y buscamos la mochila.
Ahora comparto esta experiencia como una anécdota divertida, a pesar de que en el momento no me causó tanta gracia.